Estaba pasando por una de esas típicas crisis existenciales que me dan cada tres meses. Esas cuando empiezo a pensar si estoy donde debería, si estoy actuando adecuadamente, si estoy con la gente correcta, o si estoy siendo la persona que era antes. Pensaba, como muchas veces antes de dormirme, en esos dramas mamones en los que suelo pensar. Por cierto, gran parte de mi vida se me ha ido pensando. Son comunes en mí esos lapsus, en los que me transporto a otros lugares, sin mi cuerpo, sino, sólo con mi pensamiento. Ese es uno de mis grandes secretos. Pero esta vez fue distinto. La verdad, es que aún tengo la sensación de aquél aire que lograba atravesar mi cuerpo. Es como si hubiera viajado al pasado, y hubiese capturado un momento de mi tierna infancia.
Caminaba por aquél sendero, que ya casi desaparece en estos días, pensando en mis actuales problemas, e intentando solucionarlos. Observé las nubes que cubrían el cielo, y sentí el aire tibio. Lloverá, me dije. Luego, observé el Sauce y la vi. Ella estaba con dos cachitos, su pelo claro y ondulado, una jardinera con rayas de colores amarillas, verdes y anaranjadas. La niña a la que miraba desde no tan lejos, tenía tierra en la nariz, hacía tortitas de barro y buscaba flores que las adornaran Lavaba una y otra vez sus manitos en la acequia que atravesaba el campo. La pequeña pareció aburrirse del juego, porque le ardían las manos. Su abuela la acompañó a casa, donde la madre le esperaba gustosa.
Seguí a la niña sigilosamente, sin que notaran mi presencia. La niña estaba callada, siempre estaba callada. Ahora, su madre le había pasado unos duraznos pequeños, de esos que botan a las plantas para que la fruta del verano sea más grande. La niña los ordenaba. Los duraznos siameses estaban a la izquierda, los más pequeños a la derecha. Así, luego de que la madre entrara a la casa por unos minutos, me acerqué a la niña y la miré. Ella me miró y lanzó una sonrisa. No dijo ninguna palabra, sólo me pasó un par de duraznos siameses para jugar. Le pregunté su nombre, me miró sin contestarme, con cara de duda. La niña tomó los demás duraznos con los que jugaba, y los escondió en el césped, entre un Diente de León y un Trébol. Cogí un Diente de León y se lo soplé en la cara, dijo enfadada “yapo”, y se sacó las pelusitas que le quedaron en la jardinera. Se paró rápidamente, tomó una violeta, la olió y me la dio. Quise moverme porque escuché los pasos de la madre a mi espalda, pero la niña corrió rápidamente a los brazos de su madre.
Ambas caminaron con un canasto hacia el patio de atrás, a coger la ropa tendida. Mientras la pequeña miraba la actividad de la madre, le hacía preguntas que mis sentidos no pudieron captar. Entonces, quise concentrarme un poco más. Quería escuchar la voz de la pequeña. Cerré los ojos, sentí el viento tibio que me rozaba la piel, abrí los ojos, el cielo estaba oscuro, una gota mojó mi mejilla, estiré mi mano derecha para sentirla en la piel. La voz de la niña y la madre se acercaban. Quería coger la mano de la mujer. Quería coger la mano de la pequeña. Quería preguntarles sus nombres, pero la voz no me salía. Entonces una vez más miré el cielo. Sentía la lluvia en mi cara. Llueve, me dije, llueve en Septiembre. Con la brisa, comenzaron a volar los pétalos de los ciruelos. La niña caminaba mojándose la cara y las manos con la lluvia, observando los pétalos que volaban lentamente y se alejaban de su vista. Me miró, sonrió, y me mostró con su dedo la flor que yo tenía en mi mano. Quería saber su nombre, pero no logré sacar mi voz. Sentí la última gota fría que recorría mi mano y se deslizaba bajo la chaqueta hacia mi codo.
Cuando reaccioné estaba en Santiago, era jueves. Mañana por fin viajo a mi casa. El sueño fue como la esperanza de que aún existe un refugio para mí. Lejos, pero existe. Aún siento el olor a violeta. Aún siento la flor en mi mano. Los pétalos, la lluvia, el viento, mi madre, yo a los cuatro años. Mi madre y yo éramos inseparables. Quiero mi casa, quiero aquí a mi madre. Sí, un típico día de crisis, de esas que me dan cada tres meses.
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